Ciudad de Panamá, del 26 de Abril al 02 de Mayo de 2012
Cuando se habla de Panamá se piensa en tres conceptos: El Canal, Rubén Blades y Roberto “Mano de Piedra” Durán. Ahora un festival de cine quiere ser el nuevo referente de todo un país.
No fue un camino sencillo, habían pasado treinta años desde la desaparición del antiguo Festival de cine de Panamá a cargo de Roberto Antonio Morgan y el cine panameño era casi desconocido fuera de sus fronteras. Las referencias cinematográficas que tenía de este país eran las dos únicas cintas que se habían exhibido en los ya quince años de nuestro Festival de Lima: Los puños de una nación, el logrado buen documental de Pituka Ortega sobre el campeón de boxeo Roberto “Mano de Piedra” Duran y la taquillera local Chance de Abner Benaim, que tiene el mérito de haber desembarcado del primer lugar a Avatar. Coincidencia que en Puerto Rico también haya sido una producción local, Lottoman, la que hiciera frente al megablockbuster de Cameron. Lejos de estos dos títulos, en los demás países de Latinoamérica no hubo ninguna otra película que pudiera hacerle una digna lucha en la taquilla.
Con estas dos cintas en mi memoria, llegaba a un país que me sorprendió en varios aspectos. La modernidad propia de una gran metrópolis comercial, que convivía a unos cuantos kilómetros de distancia, con la belleza de la arquitectura colonial presente en el Casco Viejo, y esto asociado a una envidiable ubicación geográfica le convertían en el lugar ideal, como pocas otras grandes ciudades, para un Festival de Cine. Entonces solo era cuestión de tiempo y que surgiera, como fue, un acuerdo cómplice entre la empresa privada y el sector público para que este proyecto cultural pudiera hacerse realidad. Mención especial para la organización del festival que hizo su trabajo con eficacia, no hubo retrasos ni funciones canceladas, lo cual de por sí ya es un enorme mérito para un grupo humano que mayoritariamente no tiene experiencia en este rubro.
Este festival resultó en una frenética semana de buen cine que superó las expectativas no solo de los organizadores sino del ciudadano panameño. El público local tuvo luego de muchos años la más clara opción de poder ver ese otro cine, aquel que frecuentemente no figura en las carteleras de las compañías exhibidoras de Latinoamérica y respondió del mejor modo. Varias funciones lucieron llenas, siendo las más solicitadas las incluidas en la muestra Cine del istmo, que tuvo una concurrencia del 91 % de su capacidad. También se supo hacer frente y no sucumbir al fenómeno global de Los vengadores y de paso, elevar la media normal de asistencia de un 22 % a un muy estimable 54 %.
La ley de cine de Panamá
Otro hito reciente está en la promulgación de una ley de cine que se firmó en el marco del evento y qué duda cabe que el Festival aceleró los procesos e hizo tomar conciencia a las figuras del gobierno sobre la urgencia de una legislación en este sector cultural. En su reglamento se establece un fondo anual de un mínimo de tres millones de dólares para fomentar la producción, distribución, comercialización y exhibición de nuevas películas; además se establece una cuota de pantalla no menor al 10 %. Se trata del mayor estímulo económico que hayamos observado en nuestra región para una cinematografía aún naciente que, al parecer, ha decidido no detenerse. Finalmente, no podría dejar de mencionar la creación de la Film Comission local, ente dependiente del Ministerio del Comercio e Industria, y cuya tarea es promover y facilitar la filmación en tierras panameñas así como brindar el soporte tecnológico necesario. Demás está decir que en nuestro país se debería replicar esta iniciativa gubernamental.
Orgullo en pantalla
En estos días, en la ciudad de Panamá, observé a un pueblo reclamando por ver su cine y, de paso, traerse abajo aquel prejuicio que decía que el panameño no responde a lo suyo. Era consecuente entonces que la inclusión dentro la programación de una sección denominada “Cine del Istmo”. Era precisamente ahí donde me iba actualizar del movimiento cinematográfico que, por referencias, existía en el país. Siete eran los títulos, de los cuales varias eran coproducciones y ya habíamos visto tres: Los puños de una nación, Chance y la conmovedora fábula infantil Los colores de la montaña del debutante director colombiano Carlos César Arbeláez. Otras dos: El viento y el agua y Curundú eran producción con algunos años de antigüedad. Entonces todo indicaba que la coproducción panameño-ecuatoriana Ruta de la Luna sería la gran gala del festival, como así fue, con una premiere mundial que atrajo la atención de toda la prensa especializada.
La cinta panameña Ruta de la luna demostró que toda nación necesita y quiere verse reflejada en la gran pantalla. La road movie del ecuatoriano Juan Sebastián Jácome es el relato de un joven albino que un buen día se reencuentra con su padre, quien tiene problemas de salud y prácticamente lo fuerza a acompañarlo a un torneo de bolos que tendrá lugar en Costa Rica. En ese viaje, a bordo de un añejo Lada, afloran los rencores y las pequeñas deudas pendientes entre ambos. Cinta correcta, bien realizada que permite abrigar esperanzas sobre el futuro inmediato de un cine panameño ya bajo el amparo de una nueva ley.
Rincón peruano
Esta primera edición tuvo un ingrediente especial pues nuestro país estuvo representado por partida doble: Las malas intenciones de Rosario García-Montero y Octubre de los hermanos Diego y Daniel Vega. Las dos cintas participaron en la sección Opera Primas Iberoamericanas, en lo que imagino serán sus últimas participaciones en festivales. Octubre con dos años de recorrido y Las malas intenciones con uno, fueron cintas esperadas por un público que sabía del premio en Cannes del primero y de la lograda actuación de la pequeña Fátima Buntinx. Daniel Vega y Rosario García-Montero estuvieron en la ciudad del istmo, presentaron sus películas y al final de cada proyección participaron de la clásica sesión de «preguntas y respuestas» ante un público muy entusiasta por conocer y dialogar con los realizadores. Los temas más consultados fueron el de la ambientación de las películas, la elección de la pequeña actriz y el papel de “los héroes” en la cinta de García-Montero. Y como es frecuente en estos encuentros, siempre se encuentra uno con compatriotas que, entre varias otras cosas, me ponen al tanto de lo que ha visto de cine peruano en ese país. Y para mi sorpresa, la última cinta peruana estrenada por allá, y la única de la que se tenga memoria, es La gran sangre. Afortunadamente este certamen ha servido para poner en vitrina algo más representativo de nuestra cinematografía.
La cartelera
Se proyectaron más de 50 películas de 28 países y el premio del público recayó en la cinta cubana de zombies Juan de los muertos. No deja de sorprenderme la empatía casi inmediata que logra en cualquier país donde se exhiba. En segundo lugar estuvo La voz dormida del español Benito Zambrano.
Las películas estuvieron divididas en seis secciones: Operas primas, Panorama Iberoamericana, Cine del Istmo, Panorama Internacional, Muestra de Alex de la Iglesia (con cuatro de sus títulos más reconocidos) y la fundamental, Deporte & Cine: Boxeo; el pugilismo es uno de los deportes más populares del país, tenía que estar representado en este evento y más si una de las cintas era el documental sobre “Mano de Piedra” Durán.
La selección de películas tuvo una personalidad muy bien definida. No era el lugar de los grandes estrenos, ni para “cazar” películas de reciente. Se apostó por filmes con contenido, de calidad, que han obtenido premios o de directores de prestigio, pero todos con el común denominador de la accesibilidad para un público que normalmente no puede hallarlas ni está acostumbrado a verlas. En ese sentido, tuvieron muy claro que uno de sus objetivos era el «instruir» al cinéfilo local, que respondió con entusiasmo y sana curiosidad. Apreciar una sala de cine al 60 por ciento de su capacidad en el complicado horario de las 4 de la tarde y que la película sea la más reciente joya de de los hermanos Dardenne es signo que la programación está en perfecta sintonía con los gustos del espectador. Se están haciendo bien las cosas y las más de 11 mil personas que acudieron a las salas del Multicentro están ahí para confirmarlo.
Lo mejor que pude apreciar en términos estrictamente fílmicos, fue la monumental Sangre de mi sangre del portugués Joao Canijo, uno de los nombres claves del cinema actual. Y una de las razones del respeto y admiración hacia su obra radica en la fidelidad extrema que le tiene al género del melodrama y, en segundo lugar, a la recreación o revisionamiento de las tragedias griegas, en este caso, un amor de tintes edípicos. Otro de los signos característicos de su cine está en su cuidada puesta en escena, que en esta película alcanza la cúspide del virtuosismo posible, todo está dispuesto no para deslumbrar -como primera intención- sino para emocionar. Muestra de ello, de este cálculo exhaustivo, es que toda la película este estructurada en sentidos planos secuencias, cuidadas coreografías mínimas, íntimas, porque quizá ésa sea la única manera posible de ingresar sigilosamente en el universo de Joao Canijo. Una familia que vive en las barriadas de Lisboa sufre todas las vicisitudes posibles no solo por sus actos consientes sino también por aquellas pulsiones tan devastadoras como imposibles de controlar. Esa construcción orgánica, tan atractiva en el cine de Canijo, atraviesa todo el relato pues apenas la violencia se infiltra en el seno familiar, su destino ya está condenado. Pero el director no cede ante los tremendismos tan proclives y presentes en el subgénero televisivo de la telenovela, a la que indudablemente homenajea, sino que la analiza y desfigura y nos coloca a una distancia prudente, como el voyeur privilegiado que fisgonea esta familia sin ningún filtro. Es también él quien nos plantea planos secuencias que constantemente parten la realidad en dos, como para que el espectador decida en qué segmento del encuadre centrar su atención; o mejor aún, hacer el esfuerzo y escudriñar en las dos conversaciones, que –por si no fuera poco- están recubiertas de un ruido insoportable, uno con el que deben convivir producto del hacinamiento de las pequeñas viviendas de la periferia lisbonesa. Canijo nos propone un reto, uno incómodo y que exige mucho del espectador, como es entender el amor incondicional, pero el que nos narra únicamente puede ser comprendido en la consanguineidad y solo puede ser retribuido mediante el sacrificio. El amor en sus formas conocidas y no, están aquí presentes; sin embargo, no se trata de uno idílico sino de uno censurado, uno que es la antesala de una incursión hacía la tinieblas, no solo de una familia sino de todo un país. Joao Canijo extrapola la realidad de este grupo familiar y traza un paralelismo con el Portugal del 2010, una nación sumida en la desesperanza, en la apatía y en la debacle económica, que es sinónimo de crisis de identidad.
Con El chico de la bicicleta, Jean-Pierre y Luc Dardenne, vuelven a demostrar que su forma de narrar es radical y siempre está el riesgo de ser incomprendida o, al menos, ser considerada como superficial. Los directores belgas entregaron el 2011 una de sus mejores cintas, muy superior al El matrimonio de Lorna. Se trata de una fábula sobre el amor y el desamparo de un pequeño niño. La cinta está despojada de toda noción de orden moral pero no de esa arrolladora fuerza expresiva que ya es una marca registrada de esta dupla de prestigiosos cineastas. Otro de los atractivos de esta cinta está en la presencia de Cécile De France, la bella protagonista de Más allá de la vida, el drama sobrenatural del maestro Clint Eastwood. Le Havre nos trae de regreso al finlandés Aki Kaurismaki, ahora con un relato acerca sobre la inmigración ilegal, sobre un problema actual pero filmado de la manera sentimental y estilizada que solo Kaurismaki nos puede ofrecer, lástima que su obra no sea más extensa. Sus protagonistas, como es su marca de estilo, destilan ternura y compasión mientras el director se aproxima a una cruda realidad, la de aquellos desheredados y víctimas del sistema, todo para dar cuenta de un “milagro” que es perfectamente creíble en este magnífico cuento de hadas. La reciente ganadora del premio Oscar a mejor película extranjera La separación era una de esas cintas que tenía pendiente, con la que felizmente pude cruzarme en este festival y sí que valió la pena la larga espera. Al inicio de la película vemos una audiencia de divorcio, la pareja se lanza mutuas acusaciones, como queriendo convencer al juez (y al espectador) pero no sucede nada y todo es desestimado. Simin no podrá llevar a su pequeña hija fuera del país y Nader, no puede irse pues tiene que cuidar a su padre enfermo de Alzheimer. Entre ambas posturas, se encuentra en todo instante el espectador, el árbitro supremo de la historia. Luego entrará en acción, una pareja que nos hará pensar hacía donde va la película, además de complejizarla aún más: ¿Es el thriller de un litigio judicial? ¿Es acaso el devenir de una pareja ya disuelta? ¿O un pequeño drama doméstico? Todas estas lecturas son validas, cuando nos referimos al cine iraní en donde cada nuevo proyecto debe seguir un escrupuloso control por parte de un sistema opresivo. Si deseamos incluirla dentro de un género cinematográfico vendría a ser un melodrama; pero tampoco es uno rutinario o esquemático; pues conforme avanza la película esta adquiere una inusitada densidad y un carácter de causalidad, que llegar a implicar a toda una nación. He ahí el valor mayor de este filme que es revelarse, de a pocos, casi sin percatarnos, como la radiografía de la sociedad iraní contemporánea, donde nosotros somos confrontados en cada secuencia, nos cuestionamos frecuentemente, dudamos si tomar partido o comprometernos con una determinada posición a medida que la intriga avanza. No hay moralejas, alegatos o lecciones, solo es la vida en ese rincón del planeta, que se nos muestra de un modo distinto al que hayamos visto antes, no hay escenas largas, silencios prolongados ni espacio para la contemplación. La separación parte de una puesta en escena muy actual, podría decirse que hasta occidental y quizá ello sea una de las claves de por qué haya sintonizado tan bien con todas las audiencias del mundo. En tiempos de globalización, acaso no es legítimo apelar a algo universal para contar verdades propias, íntimas, que en este caso son la prueba definitiva de la valentía de un cineasta por traspasar las fronteras de su propio país y dar a conocer aquellas brechas que los separan moral e ideológicamente. No existe el ánimo de denunciar, solo se busca comunicar una realidad, lo que la hace aún más valiosa.
Poetry de Lee Chang Don, es una propuesta dura, la odisea de una madre enferma de Alzheimer que descubre la belleza de la vida a través de clases de poesía; mientras el entorno y su futuro lucen totalmente desoladores. La poesía como el oxígeno en esta carrera contra el tiempo para enmendar la vida de su nieto o se le olvide a ella este propósito. Lee Chang Don nos propone la belleza a partir del dolor y la tristeza, así como la desgarradora historia de amor filial que sí sabe de sacrificios y, finalmente, qué gran reto supone tener un título así: Poesía y ofrecer algo así, que se le asemeje discretamente, sin descuidar en ningún momento el dominio del lenguaje cinematográfico, que es una cosa totalmente distinta. Para el final, he querido dejar el más reciente filme de David Cronenberg, Un método peligroso que lo reúne por tercera vez con Viggo Mortensen. Se trata de la recreación de un episodio real entre Carl Jung y su mentor, Sigmund Freud, que si bien no se inscribirá entre de lo mejor de su autor, mantiene intactas sus preocupaciones y obsesiones pero filmadas, ahora, bajo una óptica más madura. Carl Jung (Michael Fassbender) debe ceder antes los impulsos más básicos, entregarse a la posibilidad de una aventura desbocada y prohibida a la que por primera vez tiene acceso o reprimirse de la pasión solo por cuestiones morales o éticas. Este magnífico tratado sobre los alcances de la libido es conducido por un nuevo Cronenberg, lúcido y elegante, razón por la cual no me resulta extraño, el frío recibimiento que le han dado a este trabajo.
Con la atractiva aunque irregular La chispa de la vida, la última obra del director vasco Alex de la Iglesia, se bajó el telón de esta primera edición que ha empezado con el pie derecho y que ya tiene asegurada una segunda edición en el 2013. Que sea así.