Nunca ha sido director de mi devoción. Alejandro González Iñárritu, si ese mismo que por razones misteriosas reduce a una sola letra su primer apellido. Desde su divorcio creativo con Guillermo Arriaga, y por más que la Academia se empecinó en brindarle dos premios como mejor director, una cosa sí era clara, había perdido gradualmente el interés producto de su lograda opera prima, «Amores perros».
Dicho esto, «Bardo (o falsa crónica de unas cuantas verdades)» es un derroche apabullante de autoindulgencia, en pos de lograr un non plus ultra de la creatividad cinematográfica y en consecuencia, de paso acuñarse el status de autor cinematográfico que siempre ha perseguido.
Aún así. a pesar de lo que uno pueda pensar, el resultado no naufraga del todo. Es posible encontrar secuencias de un humor que lo hace dinámico y digerible. Lástima que el conjunto sea irregular y grandilocuente a niveles exorbitantes, ya depende de cada espectador, o del grado de permisividad de cada quien para soportar el viaje alucinado del cineasta mexicano, donde incluso se da tiempo para poner en boca de algunos personajes secundarios lo que se él supone se dice de él en el país azteca. Otra manera «original» de curarse en salud.
González Iñárritu se escuda detrás de la historia de un periodista y documentalista mexicano que regresa a casa tras enfrentar una crisis de identidad y existencial, para ofrecernos en lo que según él es una «biografía emocional» ilustrada de heridas históricas y contemporáneas de su propia nación, en las que propone una caprichosa y muy antojadiza relectura. Póngamos un ejemplo, su conversación con Hernán Cortes en la cima de una montaña de cadáveres indígenas, es delirante como narcisista a niveles cósmicos. Y sí, desde las primeros minutos, somos conscientes que Silverio Gama no es más que un alter-ego del realizador. Lo que en Woody Allen es un juego honesto con sus obsesiones y manías en un primerísimo plano. Acá en cambio, el discurso propuesto por el chilango es tendencioso, de clara vocación ombliguista.
Entre este desfile interminable de metáforas, que en ningún momento alcanzan las profundidades expresivas deseadas, la fijación del «yo» del cineasta tiene el mejor intérprete posible en el talentoso actor Daniel Giménez Cacho, quien da de todo de si para salvar esta mastodóntica empresa filmada en 65 mm. Su nivel de compromiso (y disfrute) es tan evidente y digno de todo aplauso.
Por otro lado tenemos las múltiples referencias de las que González Iñárritu ha echado en mano para sorprender al espectador más incauto. Desde Fellini, hasta Kusturica, pasando por Fosse o Angelopoulos. Todos ellos terminan por ser procesados en una autoparodia que por su ligereza y banalidad produce un básico efecto de goce o asombro, según sea el caso.
Lo que si merece ser destacado, es el nivel técnico de todo lo que rodea a «Bardo». Imagino que trabajar en una producción así es el sueño deseado de cualquier profesional del séptimo arte. Entre los involucrados tenemos experimentados nombres como el del director de arte Eugenio Caballero (el mismo de «El laberinto del Fauno» o «Roma), así como tantos otros responsables de maravillas técnicas que nos propusimos descubrir en los créditos finales. Así de ensimismados estuvimos al presenciar este «exorcismo» creativo de González Iñárritu.
El titulo provisional del proyecto «Limbo», puede darnos más indicios en lo que estaba inmerso el reputado publicista devenido en realizador cinematográfico. Luego el propio término bardo, que según algunas teorías budistas evoca una zona a medio camino entre la muerte y el renacimiento… Tras ver el resultado, solo nos queda una certeza, González Iñárritu con «Bardo» ha logrado su obra más autentica y personal.