67° BERLINALE: La libertad del diablo», honestidad bajo las máscaras

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El estado de la violencia que azota México y en especial el miedo que afecta la vida de todos los involucrados, ya sea delante o detrás de la empuñadura de un arma de fuego, es la base sobre la cual el documentalista mexicano Everardo González ha construido su más reciente película La libertad del Diablo. Con un título así, uno podría esperar un trabajo tremendista, pero desgraciadamente la ola de criminalidad, consecuencia de la actual guerra por el control del negocio de las drogas supera largamente a cualquier ficción que pudiera escribirse al respecto. Es así que el título se ciñe estrictamente a una muy documentada realidad.

No existe ninguna reflexión de orden espiritual ni mucho menos alguna alusión demoníaca, sino de lo que se trata es de ofrecer una exhaustiva investigación sobre la maldad del ser humano por sus congéneres, existente en el México de nuestros días. Aquel es el mayor logro mayor del trabajo de Everardo González, el afrontar y describir un problema social a partir de la inmersión en el universo de la criminalidad para obtener la declaración de un grupo de testigos, directo a una cámara que solo se limita a registrar relatos terribles, de hechos factibles que aún permanecen impunes para transmitir emociones, sensaciones que puedan despertar una genuina empatía.

Y que esto no se confunda con un documental que escarbe en las conexiones ni motivaciones de este negocio, porque lo al cineasta le preocupa es exponer los altísimos niveles de deshumanización de un gran sector de sus compatriotas, y el miedo que lo produce, que lo causa. El dolor que se asume al tener como único oficio posible el matar al prójimo por unos cuantos pesos o el que se siente al no tener la certeza si el familiar de uno está muerto o sencillamente está a la espera de ser rescatado.

En poco más de una hora presenciamos los testimonios de un médico, una madre, unas hijas, una viuda, el policía y de un par de sicarios, todos ellos bajo una capucha que les oculta el rostro solo dejándoles libre la boca, nariz y orejas. Este recurso, unifica en cierta manera a víctima y victimario, los convierte en la voz y mirada de un mexicano anónimo que sufre y que es capaz de hacer daño en un grado incomprensible. No interesan los detalles de cada caso en particular sino el establecer una posible relación de «humanidad» entre el testigo y el espectador. Algo debe cambiar en quien observa el documental. Quiero creer que es así.

La frontalidad hacia estas dos caras del terror de la realidad mexicana convierten a La libertad del Diablo en un trabajo hermético, sin concesiones, que cuesta visionar pero que sin embargo se aprecia por su honestidad, su ética intachable y por la ausencia total de golpes bajos, de un sensacionalismo que fácilmente podrían haber conducido la película por otros senderos, unos más complacientes y seguros, sin duda.